El Faro de Anaga, el más antiguo y único de primer orden del Archipiélago canario, comenzó a construirse en la atalaya existente sobre Roque Bermejo el 5 de julio de 1861, concluyendo las obras el 15 de septiembre de 1863, y entrando en funcionamiento el 19 de septiembre de 1864.
Situado a 247 metros sobre el nivel del mar, el bello edificio que lo contiene, realizado según el proyecto de Francisco Clavijo y Plo, primer ingeniero civil de Santa Cruz de Tenerife, está formado por una torre cilíndrica de mampostería de 12 metros, y tres viviendas familiares, dos para los torreros y una para el peón.
La piedra para construirlo se extrajo de los acantilados cercanos a la baja de La Mancha, siendo transportada por mar hasta el embarcadero de La Madera, junto al caserío de Las Breñas, subiéndola luego a lomos de mulas por un estrecho camino de más de tres kilómetros. El resto de los materiales fueron desembarcados por el pequeño muelle que Manuel de Ossuna Van den Heede había construido en una ensenada protegida por el Roque Bermejo, con el fin de acceder a su hacienda ¡–Casa del Cura o El Castillejo– y poder cargar los productos agrícolas que en ella se producían. Por este muelle también llegaba el combustible para el funcionamiento del faro.
La óptica de primer orden catadióptrico, situada en lo alto de la torre, está protegida por una linterna de cristal de forma octogonal de 1,60 metros de diámetro, con 16 lados rectangulares, y una altura acristalada de 2,10 metros. La linterna de cristal produce una luz blanca con alcance de 21 millas náuticas. A su alrededor tiene una sencilla balconada que permite rodearlo.
El primer combustible utilizado fue el aceite de oliva, prensada en frío y empapada en una mecha cilíndrica de algodón, que se ponía dentro de un tubo de cristal (lámpara Maris). A partir de 1932 comenzó a funcionar con petróleo, produciendo una potencia luminosa mucho mayor. Desde 1990, su lámpara multivapor de 220 V. 175 W. funciona con energía solar, procedente de 46 paneles de 75 W. La característica de su luz es de 2+4 destellos blancos cada 30 segundos.
De los primeros torreros que desempeñaron su labor en este Faro, hemos entresacado los siguientes testimonios. Bernardo López Balboa, que inauguró el Faro de Anaga en 1864, cuenta que: «Roque Bermejo, situado a 18,3 kilómetros de la capital, era un pago habitado por 9 vecinos que vivían en pequeñas casitas, cuevas y chozas. Llegué a este lugar con mi mujer, Pilar Loureiro, y aquí nacieron mis cuatro hijos: Juan, Antonio, Clotilde y Antonina.
El 15 de febrero de 1898, a las 23:30 horas, alertado por el constante sonar de la bocina de un vapor, en desesperada demanda de auxilio, me acerque a la costa en busca de supervivientes, y me encontré que el vapor francés Flachat, cuando navegaba por las inmediaciones de la playa de Anosma, frente a Taganana, debido a la nula visibilidad producida por el polvo sahariano en suspensión (calima), había chocado contra alguna de las múltiples bajas que caracterizan los fondos de este litoral, partiéndose en tres pedazos.
El vapor Flachat, de 90 metros de eslora, había salido del puerto de Marsella (Francia) el 12 de febrero de 1898, al mando del capitán Leroy, con una tripulación de 50 hombres, para cubrir la línea Barcelona, Málaga, Santa Cruz de Tenerife, Venezuela (La Guaira), Colombia y Costa Rica. Llevaba 51 pasajeros a bordo (franceses, italianos, turcos y españoles), de ellos 4 niños, y un cargamento de harina, caballos, vino, e imágenes para una iglesia de Venezuela.
A la mañana siguiente, los marineros del Susu, barco de cabotaje de la compañía Elder&Dempster, que hacía la ruta Garachico-Santa Cruz de Tenerife, divisaron los mástiles y la chimenea de un barco sobre el oleaje de los Bajos Verdes. Pusieron proa hacia el lugar de la tragedia, arriaron un bote, patroneado por Rafael Rodríguez Campanario, un joven y valiente marinero de Taganana, y se acercaron hasta divisar un grupo de personas agarradas a un pequeño bote de madera hundido, atándole un cabo y remolcándolos hasta el Susu, donde fueron atendidos. La pequeña embarcación volvió a salir en busca de los náufragos que aún permanecían en la proa del barco, pero como la barrera de rocas le impedía rescatarlos, Rafael arrojó varios salvavidas para que se agarraran a ellos, en el mismo momento en que el palo mayor y la chimenea se desprendieron y, en su caída, arrastraron a todos los náufragos que estaban cogidos al mismo, desapareciendo bajo las impresionantes olas. Hubo 86 víctimas, pues sólo pudieron salvarse 13 miembros de la tripulación, y el pasajero Rafael Muñoz, natural de Cartagena, que curiosamente había naufragado dos veces. A la playa llegaron dos grandes cajas metálicas que transportaban las imágenes de un Cristo Crucificado –Cristo del Naufragio– y la Inmaculada Concepción. Ambas tallas serían llevadas a la iglesia de Nuestra Señora de Las Nieves, en el pueblo de Taganana».
Su ayudante, Rafael Alvarellos, casado con Dominga Díaz Pereira, nos cuenta que «para que nuestros hijos, Leandro, María, Dolores, Enrique y Santiago, y los niños de Roque Bermejo, Punta Anaga y Las Palmas de Anaga no tuvieran que caminar una hora de ida y otra de vuelta, tanto por la mañana como por la tarde, para llegar a Chamorga, donde estaba la única escuela pública, nosotros le dábamos la instrucción pública necesaria, preparándolos también para que recibieran la primera comunión.»
Demetrio González Velasco, llegó al Faro de Anaga en 1948, y nos relata que «al llegar sufrí una decepción humana enorme, porque allí me encontré con cosas que no había visto jamás en mi vida. Aquella gente era extraordinaria, bondadosa, trabajadora y gentil, pero muy pobre, tremendamente pobre. Aunque en los núcleos aislados donde se asienta esta población, se dedicaban a la agricultura y ganadería de autoconsumo, tenían tan poco para subsistir que las jóvenes de 15 años vestían con un saco a los que le habían abierto agujeros para los brazos. Mi mujer, compadecida al verlas, les dejaba parte de su ropa, así como la mía para los varones.
Dos veces al mes se acercaban al faro a buscar petróleo para encender el petromax o el infiernillo; no se atrevían a pedírmelo, sino que dejaban los cacharritos en la puerta, en fila, uno detrás de otro, para que yo se los llenara. Cuando los recogían, siempre dejaban, como agradecimiento, algún producto de la huerta (papas, verduras, etc.) o del gallinero (huevos, pollos, etc.). Ellos comían gofio, pues el pan sólo lo consumían el día de la fiesta».
Baudilio Brito Rodríguez, que llegó en 1976, nos relata que «mi mujer y yo llegamos al Faro después de caminar varias horas por la cumbre de Anaga, cargados con la ropa y la comida que considerábamos íbamos a necesitar. Allí nacieron y se criaron nuestros hijos hasta que comenzaron la enseñanza obligatoria; a partir de entonces, yo me acercaba los viernes a recogerlos en Santa Cruz, y los traía por el camino, uno sobre mis hombros y el otro en brazos. Durante los 15 años que permanecimos en el Faro, mi familia y yo fuimos muy felices, aunque también tuvimos noches horrorosas, como cuando se nos averió la óptica y mi mujer me tuvo que ayudar a girarla toda la noche, pues era muy pesada, debido a la escoria que había formado el petróleo al quemarse.
Este sacrifico valía la pena realizarlo, pues un barco en la mar puede necesitar tu luz tranquilizadora y, a veces, salvadora. Para poder ayudar a aquella buena gente de su pobreza absoluta, puse en práctica un sistema que me dio buen resultado. Cuando llegaba el barco que anualmente abastecía al faro, las mujeres de la zona eran las que se encargaban de transportar los 6.000 litros de petróleo y 2.000 litros de gasoil, desde el muelle hasta el faro. Para ello, cargadas con cubos de 25 litros, desde primera hora de la mañana comenzaban a subirlo, de manera que durante el día les daba tiempo de dar ocho viajes, transportando cada una 200 litros, por lo que les pagaba 200 pesetas».
(*) José Manuel Ledesma Alonso es Cronista Oficial de Santa Cruz de Tenerife
Publicado originalmente en EL DÍA